La capital de Moldavia es sorprendentemente pequeña ya que tiene una población similar a Zaragoza. Quizás por ello, le faltan atractivos turísticos y hemos dejado la visita de la ciudad para el último día.
Nuestra visita ha comenzado en la plaza central de Chisinau, avanzando hacia las barriadas del sudeste. Los edificios de Chisinau emergen en la neblina con su temple bolchevique. Algunos de ellos semejan estar abandonados. De vez en cuando debes cruzar la calle por unos túneles subterráneos repletos de tiendas de baratillo.
Después hemos cogido un trolebús y hemos regresado al centro para visitar el Lago Valea Morilor, en los que una bandada de patos nos ha recibido con su habitual alegría. Las escaleras de mármol que descienden hasta el parque tienen unas dimensiones soviéticas (aviso para navegantes).
Después ya hemos decidido ir a comer, a Le Placinte, un restaurante típico, con sabor regional y muy económico.
Ya no hemos tenido tiempo para más, y como siempre se queda algo pendiente de visitar, no hemos ido al Memorial complex Eternity, con los característicos murales soviéticos. Una lástima, pero también un motivo para regresar a esta ciudad.
En el aeropuerto hemos comprado abundante vino moldavo, para poder seguir disfrutando de sus caldos en España.
El vuelo ha transcurrido sin contratiempos, aunque el viaje en coche de regreso a Zaragoza se nos está haciendo interminable. Quedan tan solo 25 kilómetros por delante y nos llevamos un buen sabor de boca de Moldavia. País con buena gastronomía, precios muy competitivos, aunque con ciertas carencias en lo que a atracciones turísticas se refiere, siendo honestos. Imprescindible visitar alguna de sus mastodónticas bodegas, y la Opera, y también la anomalía geográfica de Transnistria. Quizás volvamos por aquí antes de lo pensado, de camino a Ucrania, aprovechando estas tarifas aéreas de derribo. El tiempo lo dirá.
DieQuito
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