Llegamos al hotel a las 5 de la mañana. El viaje comenzó con mal pie porque tras aterrizar en el aeropuerto Imam Jomeini estuve atascado más de una hora en la zona de visados (imagen superior). Mal organizada y con un señor a cargo al que yo calificaría como mínimo de «persimonioso», la zona de visados del aeropuerto de Teherán es un infierno.
Lo primero que tienes que hacer es pagar los 75 euros y entregar un formulario en el que explicas los motivos de la visita al país. En un sistema propio de un tarado, entregabas el pasaporte a un señor, que lo lanzaba por un agujero a una oficina interior, y de forma paulatina, por otro agujero iban saliendo los pasaportes con las visas ya colocadas. El tiempo que ibas a estar esperando allí dependía exclusivamente del factor suerte, porque había otros afortunados que solo estuvieron 4 minutos allí. Yo, hecho trizas por el largo viaje, les miraba con odio. Mi cabeza, que no deja de darle vueltas a todo, se ponía en lo peor: por ejemplo, ¿y si se pierde el pasaporte por detrás de ese agujero? puedes quedarte allí horas infinitas, porque el único que lo echa de menos eres tú, y no paran de llegar nuevos viajeros para solicitar la visa, entregando más y más pasaportes.
Por lo menos me queda el consuelo de que les «colé» el seguro de la Federación Aragonesa de Montañismo como seguro de salud y me ahorré un buen dinero al no tener que hacerme un seguro privado de última hora.
Después de los nervios del aeropuerto, solo hemos dormido 4 horas porque no queríamos perder toda la mañana. Al despertar me he encontrado con una ciudad llena de polución y con un tráfico igual de caótico que el de Delhi. Al menos los pitidos no son los protagonistas como en las calzadas indias.
Hemos cogido en el metro, que por cierto está todo nuevo y reluciente, para ir hasta la Azadi Square, en donde el último Sah de Persia levantó un monumento precioso. El icónico muro de líneas geométricas limpias ha envejecido de maravilla y no se ve anticuado a pesar de que tiene más de 40 años.
Después hemos dado un amplio paseo, hemos cambiado los euros por riales, millones de ellos (la inflación está destruyendo esta moneda) y hemos comido en un pequeño restaurante en el que he probado el delicioso Koofte, una bola de carne con salsa. Por la tarde nos hemos acercado a la antigua embajada americana, que fue abandonada durante la revolución de 1979 (ver película Argo).
A continuación, bien avanzada la tarde (atardece a las 5 y media de la tarde) ha llegado el turno para el bazar. El Gran Bazar de Teherán tiene unos 8000 años de historia a sus espalda y rincones con muchísimo encanto. Sus dimensiones son colosales y aunque hemos deambulado por él durante más de dos horas en el no hemos debido de ver ni una décima parte. Me ha chocado mucho corroborar que no es un bazar para turistas en absoluto, y es que en él se venden productos que solo pueden atraer a los locales: telares, hilos, frutas, especias, ropa, etc.
Para terminar hemos ido a cenar al restaurante Agha Bozorg, que me ha gustado tanto por su decoración, como por su comida (he probado el kebab bakthiari) y por su té iraní acompañado de una shisha.
Después de la cena y la pipa de agua, la cama será la recompensa perfecta, ya que el día de viaje de ayer todavía pesa en nuestras espaldas. Teherán me ha parecido, como reina en el título, un agujero, y sus gentes anónimas y a lo suyo, como en la mayor parte de capitales del mundo. Mañana hay que salir pitando de aquí ; )
DieQuito
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