Los perros: esos grandes amigos del hombre que siempre están ahí al mínimo silbido para dejarse acariciar y juguetear con quién les reclama. Al contrario que los gatos, animales orgullosos y esquivos, los canes son afables y atentos. Por ello, lo más lógico es cogerles cariño en poco tiempo.
El viernes estaba en internet hablando con mi abuela por el msn, una abuela del siglo XXI, y ella me preguntó por Matías. Tenía constancia de su existencia porque ya escribí sobre él nada más instalarme, calificándolo de guardián de mi casita de Lego. Le contesté que no lo había visto, pero que estaría en algún lugar del jardín en donde floreciera la sombra. Nada más lejos de la realidad. A esas horas, el pobre Matías ya se había ido al cielo de los perros.
Sobre las 17:30 salí de mi casa con intención de hacer un poco de deporte y me encontré a la dueña de la casa con lágrimas en los ojos, me contó la triste noticia. Me sorprendió porque la muerte, aunque sea la de una mascota, siempre nos coge desprevenidos.
Lo más terrible del asunto es que no han sido la naturaleza ni la edad, sino un envenenamiento por sello rojo, lo que se ha llevado a Matías del mundo de los vivos. ¡Qué sensación de rabia mientras Leo y yo estábamos cavando una tumba en el jardín! Allí permanecerán sus restos, al lado de su hogar.
Matías era un perro tranquilo y tímido que destacaba por pasar desapercibido. A veces, buscando el frescor de la umbría, se tumbaba en el porche de la entrada obstaculizando la puerta de la finca. Sin embargo, cuando te veía llegar se levantaba con una rapidez desmesurada para no molestar lo más mínimo. Es uno de esos pequeños detalles que dicen mucho de la bondad de ese perro. La muerte de Matías será uno de los tristes recuerdos que me llevaré a Europa.
DieQuito
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