• Un día de perros (día 46)

    perro-rabioso

    La semana había comenzado con un suceso muy extraño. Matías, el perro guardián, acostumbra a ladrar de madrugada cuando ve al gato merodeando por encima de la tapia. Ese arrítmico ladrido consigue que me desvele. Me levanto pesadamente de la cama, tanteo el frío suelo buscando mis chanclas, me calzo, bajo y le pego una pequeña bronca ordenándole silencio.

    Pues desde el martes, y ya van 3 noches seguidas, cuando desciendo las escaleras de caracol con ganas de trifulca el perro se esconde y no hay forma de encontrarlo. Sales de tu nórdica caliente, con los bastones oculares más apagados que una bombilla sin corriente y por más que lo buscas no hay manera de dar con él. Tampoco es que el jardín sea un espectáculo. Es grande, rodea la casa; pero los escondrijos son limitados. Como decía, inexplicable. Se cree muy listo pero algún día daré con él. Lo peor de todo es volver a tu almohada sin haberle podido reñir a nadie. Se queda toda la ira contenida y eso no puede ser muy sano.

    Lo que no fue saludable seguro fue el suceso de ayer por la tarde. Llegando a mi urbanización se me cruzó en mitad de la calle un dálmata callejero con malas pulgas. Me daba la sensación de que me iba a atacar pero nunca llegué a creérmelo del todo…hasta que me mordió. Me hinco sus colmillos un poco más abajo de la espalda, sí, como en unos dibujos animados. Fue solo un pellizco que me hizo un rasguño en la nalga pero sin alcanzar a agujerear el pantalón…sin embargo, la saliva del perro quedó allí impregnada.

    Llegué a mi casa y antes de entrar le comenté a mi vecino, que es médico, lo que me había pasado. Me dijo que me limpiara bien la herida y me recomendó lo que yo no quería escuchar: vacuna antirrábica. Para ponerle más negrura al momento me explicó que los bacilos de la rabia avanzan por los nervios y que cuando llegan al cerebro, no hay nada qué hacer. A él se le han muerto dos pacientes en sus años en medicina precisamente por no seguir las instrucciones protocolarias que instan a pasar por el centro de vacunación.

    A partir de ahí comenzó la larga carrera en busca de la vacuna, que aún no ha acabado. Llamé al seguro para comunicarles el siniestro y fui al Hospital del Valle, un gran complejo privado en el que no tenían la vacuna, fui a la farmacia Fybeca, una cadena de las más poderosas de Ecuador (parece un supermercado) y tampoco la vendían. Ya desesperado llamé al Hospital Vozandes pero el departamento de vacunas estaba cerrado a esas horas. Todos coincidieron: esa vacuna la suministra únicamente la salud pública. Ir al ambulatorio hoy a primera hora es la próxima etapa de esta carrera.

    Hacía allí voy pero algo me dice que me espera una larga mañana recorriendo hospitales y dependencias del hermético Ministerio de Salud. Y todo para nada, porque ni ese perro tiene la rabia ni me la ha contagiado. Solo por prevención. Por lo menos, me lo cubre la póliza de accidentes…De todas formas, espero que la naturaleza siga su curso y que ese perro ingrato acabe sus días mucho antes que yo.

    DieQuito