El viaje ya está llegando a su fin, y hoy nos hemos acercado a ver la catedral de la ciudad, pero con tan mala suerte que nos la hemos encontrado totalmente cerrada y en obras. Habrá que volver a Zagreb para visitarla. Tiene muy buena pinta por fuera.
Después hemos ido a echar la mañana en el museo técnico Nikola Tesla y de camino hemos pasado por el edificio de la Opera, que está sin representaciones hasta el 9 de septiembre… Agosto, agosto…
Retomando el tema del museo de Tesla, en este edificio de los años 60 te puedes encontrar casi de todo: desde réplicas de ingenios de la astronáutica, a lecciones sobre los experimentos del serbio Nikola Tesla, una prospección en las profundidades de una mina de carbón o hacerte una foto al lado de un submarino. Es una visita muy recomendable y tan solo cuesta 3€ (25-20 kunas).
Hay maquetas de plataformas petrolíferas, colmenas de abejas, una réplica a escala 1:1 de un puente de mando de un barco, displays sobre la central nuclear que comparten Eslovenia y Croacia (Krsko), un planetario, y un sinfín de artilugios para volar, el aire y en el espacio. Es un museo multidisciplinar en el que el hilo conductor es la tecnología y el progreso. Sobresaliente.
Cuando ha comenzado a apretar el hambre, hemos regresado a la calle Ivana Tkalcica para comer. Lo buena de esta ciudad es que es muy llana y en el centro todo está relativamente cerca. Tras los últimos cevaci del viaje, ha llegado el momento de pasar por el hotel para recoger las maletas e ir al aeropuerto.
Esta vez todo ha ido sin incidentes y el aeropuerto desde el que os escribo está medio vacío. Se nota mucho que Zagreb no es un destino turístico como tal y que la terminal de vuelos soporta mucho más volumen de pasajeros durante el resto de meses del año, sobre todo con viajes de negocios.
Nuestro avión despega en menos de una hora rumbo a Madrid.
En la Yugoslavia de Tito, Zagreb debió de ser una ciudad muy importante y así lo demuestran los edificios del centro de la ciudad. La arquitectura emana socialismo por todas sus aristas y eso también contribuye a crear un ambiente soviético, algo grisáceo, que les da mucho encanto a todas estas ciudades del este de Europa.
Por la mañana, lo primero que hemos hecho ha sido ir a probar el funicular más corto del mundo, ya que, desde hace algo más de un siglo, cubre una distancia de tan solo 60 metros. Después ha tocado visitar el mercado de Dolac y callejear por los alrededores, incluso hasta el Pabellón de arte. Tanto hemos deambulado que nos hemos alejado mucho del centro, hasta las barriadas típicas que uno se puede encontrar en la ciudad de Sofia.
Por pura casualidad, hemos visto que la clínica en la que tenía que hacerme el test de antígenos para el vuelo estaba relativamente cerca y hemos pedido que nos adelantaran la cita. Ya con el negativo en la mano, hemos divisado el estadio del Dinamo de Zagreb y nos hemos acercado a la fan shop para comprar una camiseta. Mañana hay partido de la Champions en este escenario; una pena no poder verlo en directo.
Desde allí hemos cogido el tranvía y hemos ido hasta la otra punta de la ciudad, para ver el lago Jarun, pero lo cierto es que hoy picaba bastante el sol y no hay mucho que ver. Tan solo una familia de cisnes (padre, madre e hijo) ha captado nuestra atención. Desde allí hemos caminado al Arena de Zagreb, y hemos entrado al Arena Centar, para comprarle una lata de cocacola fake al gran JL. Se agradecía mucho el aire acondicionado del centro comercial después de la hora y media paseando bajo un sol de justicia.
Tras regresar al hotel y acicalarnos, hemos ido a la calle de marcha, Ivana Tkalcica, para cenar en una de las concurridas terrazas. En esta calle es donde se concentra el ambiente de la capital croata. Hemos cenado con vino de la casa a 90 kunas el litro, un goulash y una pjelskavica rellena de queso, todo maravilloso.
Después de cenar, nos ha vencido el sueño porque hoy nos hemos pateado casi 20 kilómetros, así que hemos hecho caso a nuestro cuerpo y nos hemos retirado pronto, no sin antes hacer una última visita nocturna a la heladería Vincek. ; )
Hemos madrugado para dar un último paseo por el palacio Diocleciano y para ver el mercado del pescado en plena actividad, así como el mercado de frutas y verduras. La verdad es que Split es definitivamente un “must” para cualquier viajero que se acerque a este país.
Después, ya pasado el mediodía, en la estación de autobuses hemos tenido el momento estresante de las vacaciones: nuestro autobús de las 13:20 ha decidido irse sin recoger a ningún viajero. Según parece, al haber llegado a la estación con media hora de retraso, el conductor se ha encontrado con demasiadas personas que le preguntaban si se trataba del bus de las 14:00 horas y ha decidido marcharse sin más, para ahorrarse discusiones. Muchos viajeros que tenían menos margen para el vuelo han tenido que marcharse urgentemente en taxi, y otros hemos optado por quedarnos para el autobús de las 14:00. Durante la espera, me he acercado a contárselo a la chica que vendía los tickets y ha alucinado con el comportamiento del chófer, y me ha ofrecido la devolución del dinero, pero esa solución no era muy apropiada porque eso se iba a traducir en un viaje en taxi, pagando cuatro veces más.
Por suerte, el conductor del autobús de las 14:00 tenía un talante mucho más cooperativo y ante semejante desaguisado, ha optado por la solución más diplomática. “Que suba a mi autobús todo el mundo, los de las 13:20 y los de las 14:00, y los que suban los últimos, cuando no queden asientos libres, que viajen de pie”. Un aplauso para el señor conductor porque nadie se ha quedado en tierra. Por tenerlo todo en cuenta, muchos mártires lo han hecho posible porque más de la mitad de los del autobús de las 13:20 habían optado por el taxi.
Ya en el aeropuerto de Split, con todavía hora y veinte de margen con el despegue, tanto May como yo estábamos mucho más tranquilo, aunque ha sido bastante aburrido porque, al ser un vuelo doméstico, no se nos ha permitido acceder a la zona del duty free.
El avión era un Dash 8 Q400, de hélices, y es el segundo vuelo de mi vida en uno de estos (el primero fue en un Mykonos – Atenas también muy breve). Según mi amigo David, los aviones de hélices son los más seguros, pero es verdad que con los ruidos y vibraciones no transmiten muy buenas sensaciones. Nuestra fila estaba ubicada justo a la altura de las hélices, con una visión perfecta del extraño motor.
Al llegar a Zagreb nos hemos encontrado con mal tiempo y una ciudad gris y sombria. Hemos viajado del verano al otoño tras un corto viaje de 45 minutos. Incluso las hojas de los árboles ya tiñen de colores pardos todas las alfombras de césped de sus parques y jardines.
Tras darnos una reconfortante ducha en el hotel Elena Rooms (muy recomendable, por cierto) hemos salido a pasear y nos hemos topado con un atardecer rosado de los que se quedan grabados en la memoria. Hemos agradecido mucho habernos traído la chaqueta y un pañuelo, como en la noche en Korcula, porque las temperaturas de Zagreb cuando se “marcha el sol” son frescas incluso en agosto.
Segundo incidente del día: hemos elegido un restaurante para cenar, el Uspinjaca, que nos ha atraído por los precios de las botellas de vino. Atención a esta historia que es muy interesante. Según su carta, tanto la del exterior como la de las mesas, tenían dos vinos a 120 kunas la botella. Al cambio son alrededor de 16 euros. En Croacia el vino es bastante caro en los restaurantes, y este nos ha parecido asequible dentro de la horquilla de precios.
Tras sentarnos en la mesa y ojear la carta de comida, hemos hablado con el camarero y le hemos preguntado por los dos vinos a 120 kunas. Nos ha dicho que eran ambos blancos, que el tinto costaba ya 250 kunas. Tras hablarlo May y yo, hemos decidido que beberíamos un vino blanco croata. Sin embargo, el camarero nos ha replicado que el primer vino en cuestión solo se vende en copas así que no podemos comprar la botella en ningún caso (raro ¿no?), y que el segundo es un precio desactualizado porque el actual es de otra añada con mejor cata y que ahora cuesta 250 kunas, 130 más de lo que figura en el menú. 250 kunas son 34 euros al cambio…
Le he dicho que no podían tener impresos unos precios, tanto en el menú exterior y en la carta de las mesas, que no se correspondieran con la realidad. Me ha dicho que lo sentía pero que eso era todo. Nos hemos marchado de allí antes de que nos estafaran y hemos recalado en La Struk, en donde se puede comer el plato típico de hojaldre y queso gratinado llamado Strukli, en un precioso jardín con paredes de piedra y disfrutando de un delicioso tinto de la casa. Toda la cena por 133 kunas. No os dejéis engañar cuando estéis de viaje, queridos amigos viajeros.
Después de cenar nos hemos acercado a la heladería Vincek, a por nuestro tradicional helado digestivo para dormir (así justificamos la adicción por los helados croatas), aunque antes de que nos hiciera efecto nos hemos ido a la terraza de La Bodega a tomarnos unos cocktails para disfrutar un poco de la noche de Zagreb hasta el toque de queda.
Hacia el mediodía, May y yo hemos aterrizado en Dubrovnik, justo cuando una pequeña tormenta dejaba sus últimos chubascos. Poco después, durante el breve trayecto a pie hasta el hotel, un sol mediterráneo nos ha acompañado y, nada más hacer el check in, bañados en sudor, hemos ido a los acantilados que tenemos justo debajo, a catar las aguas del Mar Adriático. Necesitábamos un chapuzón refrescante para poder salir a dar el primer paseo por la ciudad vieja de Dubrovnik.
El recinto amurallado es un verdadero espectáculo y no es de extrañar que los productores de Juego de Tronos escogieran este enclave para filmar una infinidad de capítulos de la serie.
Después de callejear y antes del atardecer, hemos quedado con Nima y Marisa, amigos de Göttingen que están al final de sus vacaciones en Croacia y con los que hemos coincidido por casualidad en esta ciudad medieval.
Hemos cenado unos inmensos platos de cevaci, pollo deshuesado a la brasa, pimientos rojos con aceite de oliva y jugoso calabacín asado, maridados con un buen vino local y unas vistas de excepción. El restaurante se llama Lady Pi Pi porque tiene una curiosa escultura-fuente justo en la entrada. Atesora unas buenas valoraciones en Trip Advisor, pero no permite reserva, así que os recomendamos ir con tiempo, y con el depósito de paciencia lleno hasta los topes.
Por suerte, hemos conseguido una mesa alejada de la parrilla y con una bonita visión del puerto viejo. Para coronar la velada nos hemos acercado hasta la heladería Peppino, que se autoproclama la mejor de la ciudad, y no nos ha defraudado, a pesar de su grandilocuente eslogan de ventas. En concreto, destacamos el sabor Mozart: pistachos, chocolate y mazapán.
El efecto digestivo del helado, la caída de la noche y el cansancio se han aliado y, a pesar del gran ambiente de la ciudad, con el que he experimentado por primera vez una sensación cercana al fin de la pandemia, el sueño ha tomado la iniciativa y ha comenzado a ganarnos la batalla. Llevamos 24 horas fuera de casa, dormitando de malas formas en el aeropuerto y en el avión, y el cuerpo nos pide, sencillamente, cama. Además, mañana el despertador suena muy temprano, porque nos vamos a Bosnia de excursión express. ¡Hasta mañana!
A pesar de todos los inconvenientes y recién vacunado esta misma tarde, partimos de noche hacia Dubrovnik para pasar una semana recorriendo Croacia y con una breve excursión a Mostar y a las cascadas de Kravice, en el vecino país Bosnia y Herzegovina.
Hemos partido de una solitaria estación de Delicias y hemos llegado a un solitario aeropuerto de Barajas. Noche de viaje y escaso descanso, para hacer el check in nada más aterrizar y lanzarnos a recorrer las callejuelas de la ciudad medieval de Dubrovnik.
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