Os dejo a continuación el prólogo que he escrito para la Guía de aventuras 2017 de Turispain, patrocinador de Mont Blanc 2016.
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Cuando suena el despertador a primera hora de la mañana, te frotas los ojos y miras el techo de tu habitación. La rutina te envuelve y es la protagonista de la escena. Estás en tu casa, acostado en tu zona de confort, reina el silencio y no hay nada que te inquiete salvo esa sensación de estar dejando pasar el tiempo sin aprovecharlo al cien por cien. Es día de trabajo, y desde hace unos años, los días de trabajo son jornadas para ganar algo de dinero con el único fin de ahorrarlo y poder regresar a las montañas una vez más. Pero esto no siempre ha sido así. Me explicaré:
Nací en Aragón, y por lo tanto, siempre he podido vislumbrar los Pirineos en el horizonte de los días claros. Sin embargo, no fue hasta que contemplé los Andes con mis propios ojos cuando sentí un verdadero impulso irrefrenable por subir a las cumbres de las montañas. Viviendo en Quito, en una experiencia personal inolvidable, conociendo gente maravillosa, de repente me di cuenta de que tenía montañas de cincomil metros de altitud al alcance de mi mano. Los páramos andinos se convirtieron en mi obsesión en los meses venideros y las cumbres, en una recompensa inesperada. Sin buscarlo, había despertado en mi interior un amor hacia este incomparable entorno natural: las montañas. Un amor que perdura y que siempre va a estar ahí, hasta que los achaques de la vida se empeñen en llevarme la contraria.
Al regresar de Sudamérica comencé a hacer excursiones por nuestros Pirineos. Había picos impresionantes a los que nunca les había prestado la atención que merecían. Ahora había aprendido a apreciarlos y actué en consecuencia. Desde entonces, no solo he pateado lo indecible por nuestra cordillera, sino que cada año he ido viajando por el mundo en busca de sensaciones, de momentos que se queden guardados en la memoria, de instantes como ese amanecer en la cima Veintimilla del Chimborazo o la arista somital del Mont Blanc, el árido y tostado Atlas marroquí, las selvas húmedas de Nepal, el yanasacha del Cotopaxi…La aventura siempre vive en el interior gracias a la capacidad para rememorar esos recuerdos, esas vivencias, esos segundos intensos…
Muchas de esas mañanas de rutina, antes de encender la luz de la mesilla, con los biorritmos bajos y la mente poco lúcida, te pones a refrescar esos recuerdos y parecen tan irreales que podrían pertenecer a otra persona, a otro ser que siempre vive allí, en la cuna incorrupta de los cielos, donde la quietud, el frío y los glaciares imponen su ley.
Por fortuna, de vez en cuando, tu despertador suena a medianoche porque estás enfrascado en otra aventura, Te alegras, ya que ese día te toca caminar en la oscuridad para hacer cima al amanecer. Llevas meses preparándote para ello y finalmente ha llegado el gran día, el de la apuesta final, porque las montañas por encima de todo te ponen a prueba, y ese día deben alinearse los astros y que la nieve esté en buenas condiciones, el clima te acompañe y la fortaleza no te abandone. Y si no sale como esperabas, hay que aprender a aceptar la derrota, que sin duda engrandece más los días de guinda, los días en los que sí se consigue el objetivo y que en ese momento de frustración pueden parecen lejanos.
Es curioso, pero en esos días de cumbre, en lo más alto, la euforia no deja pensar con claridad y nos perdemos en las sensaciones terrenales. No podemos grabar a fuego una cima porque la intensidad del momento nos lo impide. Nos quedamos en lo superficial… Meses más tarde, cuando las recordamos con la perspectiva que da el tiempo y sobre todo, si las enfrentamos a las derrotas en una balanza, entonces sí que les otorgamos el valor que se merecen.
¿Por qué subo montañas? Pues no hay una respuesta fija e inamovible. Quizás hoy responda que es por ese afán de explorar los parajes naturales que siempre ha acompañado al ser humano y a lo mejor mañana crea que es la forma de demostrarme a mí mismo que puedo, que subo ahí arriba porque soy capaz. Otro día pensaré que es mi sendero para escapar del mundo urbano y de esta sociedad acelerada o incluso puede que lo argumente con la trillada adrenalina que nos hace sentir libres. Lo más probable es que sea una mezcla de todo o que al final no necesitemos realmente un motivo, ni tengamos que justificar ante nadie lo que hacemos, porque el planeta no tiene dueño ni fronteras, aunque algunos se empeñen en levantarlas.
«Porque al final, no recordarás el tiempo que pasaste en una oficina o cortando el césped. Escala esa maldita montaña.» – Jack Kerouac.
DieQuito
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