Pues va a resultar que me está gustando y mucho Marrakech. Quizás el motivo resida en que me esperaba una ciudad tan poco civilizada como Delhi, tan sucia y ruidosa, y en cambio me he topado con una urbe en la que todo está muy limpio y hay poca densidad de viandantes. Alberto y yo lo hemos resumido en una palabra: “occidentalizado”.
En Marrakech predominan los tonos salmón, como si de un enorme suplemento de economía de un periódico se tratase. Eso es lo que más llama la atención en un primer momento. Eso y que no hay ningún edificio que supere las 5 plantas (todo tiene que ser más bajo que la torre de la Medina; algo parecido a lo que sucede en Zaragoza con las torres del Pilar). No hay que obviar tampoco las magníficas vistas de la cordillera del Atlas y de sus colosos nevados, que se ven desde que asomas la cabeza fuera del avión.
Después de instalarnos en el hotel, hemos dado un largo paseo hasta la Medina, que nos ha recibido al ritmo impuesto por el canto del muecín. Y tras comer algo de carne a la brasa (hay que coger fuerzas) nos hemos adentrado en los puestos de la plaza principal. Allí hemos podido ver serpientes, aves de cetrería, monos, tatuadores de henna y muchos puestos de zumos tropicales, especias y hasta puestos para comprar trufa negra. Finalmente nos hemos adentrado en el bazar y sus laberínticos pasajes en los que no han tardado mucho en timarnos, vendiéndonos un foulard de touareg que tinta todo lo que toca y una pulsera de cuero a precio de oro.
Ahora escribo desde el hotel, antes de regresar de nuevo a la plaza, que es todo un espectáculo bajo el manto de estrellas según me han comentado.
DieQuito
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